Se desconoce a ciencia cierta el régimen de jurisdicción y propiedad del agua establecido por los pueblos mesoamericanos; la manera en que distribuían el agua al interior de sus comunidades, y la forma en que repartían el agua entre las diversas naciones, pero sí se sabe que existía un orden. Hasta donde sabemos, no se ha encontrado ninguna evidencia prehispánica que detalle cómo se repartía el agua de un río entre los pueblos ribereños desde el nacimiento de la corriente hasta su confluencia con otro río o su desembocadura a algún lago interior o al mar. También es incierto el grado de conocimiento que tenían con respecto al ciclo hidrológico y a la administración del agua. No se sabe si medían o no la precipitación, la infiltración, el escurrimiento y la evaporación; si tenían instrumentos legales y económicos para administrar el agua; qué clase de sanciones se aplicaban para quien violara las normas de uso del agua, ni si requerían apoyo de un Estado indígena para construir y mantener una red de apantles o si los distintos Estados-ciudad indígenas pactaban el reparto del agua en una cuenca hidrológica. Por tanto, si las funciones del aguador mayor y el aguador local existían en los tiempos precolombinos es algo que no puede aseverarse ni negarse de manera rotunda; simplemente, no quedó registro irrefutable de ello.
A pesar de ello, el vocablo náhuatl amacac, significa aguador o azacán, pero también se desconoce si se acuñó antes o después de 1521. El vocablo aguador proviene del latín aquātor, que significa persona que tiene por oficio llevar o vender agua. Por otra parte, la palabra azacán proviene del árabe hispánico assaqqá y éste del árabe clásico saqqā’, que significa hombre que transporta o vende agua. Así, la concordancia fonética entre la palabra árabe saqqā’ y la “saca” de agua colonial es más que una coincidencia. También existe una semejanza entre las raíces árabes de los vocablos azacán y acequia, puesto que esta última proviene del árabe hispánico assáqya y ésta del árabe clásico sāqiyah, que significa canal de riego. Por tanto, las raíces de las traducciones de la palabra amacac no permiten vislumbrar si el aguador o azacán son importaciones romano-europeas o árabe-ibéricas, pero sí se sabe que el amacac existía antes de la llegada de los españoles a México.
De estudios etnográficos se puede inducir que el repartimiento del agua entre los prehispánicos tenía fórmulas tradicionales que son el equivalente de los actuales principios normativos. Aunque esas fórmulas variaban en función de las condiciones ecológicas y técnicas de cada sitio, en la mayor parte de las comunidades un administrador imparcial del canal era el responsable de la tarea diaria de distribuir el agua equitativamente entre todos los usuarios. También se infiere que la relación entre la capacidad de carga de la tierra, el tamaño de la población y la legitimidad de los gobernantes se veía reflejada en la colaboración social que permitió desarrollar las innovaciones tecnológicas que se aprecian, todavía en la actualidad, en la red de apantles que recorre los pueblos ribereños de múltiples cuencas del valle de México19, diseñados, construidos y operados para incrementar el rendimiento de la tierra, que nunca se abandonó.
Investigaciones arqueológicas20, muestran que las redes de canales de riego, los patrones de asentamientos, los santuarios y las imágenes de agua relacionadas con ceremonias cívicas y la arquitectura residencial, son evidencias de que los sistemas hidráulicos penetraron todos los aspectos de las sociedades mesoamericanas. La forma en que se derivaba, conducía y almacenaba el agua para usarse en los cinco o seis meses de estiaje se adaptaba a las condiciones locales de cada lugar21, y los mecanismos usados para edificar sobre la concepción sagrada del agua, y así mejorar la autoridad política, muestran que el agua no era meramente un recurso natural esencial, sino también un símbolo espiritual importante y que su manejo era mucho más complejo, en el ámbito social, de lo que podría parecer a primera vista. Es evidente que el control del agua conformó los aspectos políticos, económicos y religiosos de las culturas prehispánicas, de una manera similar a las denominadas “sociedades hidráulicas” establecidas en el oriente antiguo22.
En la época colonial, el agua le pertenecía al rey y no al reino de España, al menos hasta el 19 de marzo de 1812, cuando se aprobó la nueva constitución de Cádiz. En la bula noverint universi de Alejandro VI, dada en Roma el 4 de mayo de 1493, “por autoridad del omnipotente Dios” el papa dio, concedió y asignó a los reyes de Castilla y León y a sus herederos y sucesores —con libre, lleno y absoluto poder, autoridad y jurisdicción— todas las islas, tierras, villas, ciudades y lugares, con todas sus pertenencias y derechos, descubiertas y que se descubrieran al oeste de las islas Azores y Cabo Verde. Esa carta de encomienda, amonestación, requerimiento, donación, concesión, asignación, constitución, deputación, decreto mandato, inhibición y voluntad, tenía como fuente de derecho “al Señor, de quien proceden todos los bienes, imperios y señoríos”, y que había depositado en el papa católico el ejercicio de esa autoridad.
De tal suerte que al ser Dios el titular de las aguas y, por autoridad del papa, se les asignaron a los reyes de España; éstos eran los “dueños” de todas las aguas, tierras y montes de la Nueva España y, en consecuencia, otorgaban su gracia o su “merced” para que los naturales del nuevo mundo pudieran seguir gozando las aguas, tierras y bosques que habían usado desde tiempos inmemoriales. Y no podían dejarlos sin tierras ni aguas porque su “misión” no era extinguirlos sino “reducirlos al servicio de nuestro Redentor y que profesen la fe Católica”; por ello, se les pidió a los reyes de España que “enviaran a hombres buenos, temerosos de Dios, doctos, sabios y expertos…”. Entonces, bajo el imperio de una constitución monárquica que distinguía entre el tesoro y bienes de la nación, y el tesoro y bienes del rey, el territorio conquistado en América no pertenecía a la nación española y tampoco era parte integrante de España, sino que era propiedad de la Corona. De esta manera, las mercedes de agua fueron administradas durante la colonia por usuarios ribereños, haciendas, campesinos, minas, pueblos, ciudades, municipios e intendencias, pero no por el gobierno virreinal.
En la época independiente, las ordenanzas coloniales siguieron aplicándose en muchos ámbitos durante varias décadas. En el abastecimiento de agua a las poblaciones y en el riego agrícola, las mercedes de agua otorgadas con anterioridad continuaron surtiendo efectos. Una parte de esa situación se debió a la anomia hídrica de las constituciones de 1824 (con excepción de la segunda facultad exclusiva que el artículo 50 otorgaba al Congreso general para la apertura de canales) y de 1857, y otra a la interminable disputa entre las distintas visiones de país: la conservadora, cuyos miembros anhelaban una nación centralista e incluso monárquica y no pocas veces dictatorial, y la liberal, cuyos simpatizantes pugnaban por un país federal que pudiera conservar todos los territorios que alguna vez fueron intendencias de la Nueva España, sin desintegrarse como Centroamérica.
Lucas Alamán fue el soporte intelectual del periodo centralista (1835-1855) e, inspirado en el centralismo que desarrolló Luis Napoleón Bonaparte en Francia25, propuso en su libro Historia de Méjico, de finales de 1852, un programa de gobierno que consistía en i) conservar la religión católica, único lazo común que ligaba a todos los mexicanos, ii) que el gobierno tuviera la fuerza necesaria para cumplir con sus deberes, aunque sujeto a principios y responsabilidades que evitaran los abusos —se habían concedido varias veces facultades extraordinarias al ejecutivo26, y sólo resultaron en nuevos abusos—, iii) eliminar la federación, el sistema representativo, los ayuntamientos electivos y las elecciones populares, mientras no descansaran sobre otras bases27, iv) crear una nueva división territorial que hiciera olvidar la actual forma de Estados y facilitara la buena administración, para que la federación no retoñara, y v) la persecución de los indios bárbaros y la seguridad de los caminos28. Además, estaba convencido de que eso no lo podía hacer un Congreso y, en una carta del 23 de marzo de 1853 dirigida a Santa Anna, le solicitaba que él lo hiciera, ayudado de una comisión que no excediese de tres o cinco individuos, entre los que se contaba al clero y a la “clase propietaria, que debía involucrarse más en los asuntos públicos porque estaban cerca de sus intereses”, y aclaraba que “la idea de dictadura, que suele tener algunos partidarios, se debe excluir de los medios para reformar la constitución”.
Hacia finales del siglo XIX, la remodelación de la presa derivadora Santa Rosa sobre el río Nazas, en el estado de Durango, provocó en 1881 las protestas de los ribereños inferiores, quienes tomaron de manera violenta la presa y destruyeron las obras, porque consideraron que no sólo eran de mantenimiento, sino que pretendían bajar el nivel de la toma, incrementar el gasto e incluso abarcar totalmente el ancho del río. Durango y Coahuila litigaron el asunto y la Corte Suprema de Justicia ordenó la destrucción de las modificaciones en 1883. En 1885 se anunció que de la presa San Fernando se construiría un nuevo canal para abastecer a la Compañía Agrícola Limitada del Tlahualilo, fundada en ese año con inversiones mexicanas, pero paulatinamente receptora de capitales extranjeros. El canal proyectado por la empresa exacerbó la oposición de los ribereños de la parte baja. En 1887, la compañía solicitó a la Secretaría de Fomento la concesión para abrir el canal, agregando a su proyecto la colonización de la región de Tlahualilo para involucrar al gobierno federal, que no tenía jurisdicción en asuntos de agua, pero sí en los de urbanización30. Los estudios técnicos convergieron en que, previa reglamentación, la apertura del canal en la presa San Fernando no afectaría el derecho de terceros para el uso de las aguas. Una reglamentación como la sugerida implicaba la intervención abierta del gobierno federal, pero la secretaría no tenía la atribución legal que la facultara para ello. Así, los conflictos en la Comarca Lagunera hicieron necesaria la intrusión del gobierno federal en el manejo del agua. La intervención federal en el brete lagunero fue la reacción del poder político ante la revolución económica de aquellos años en torno a los usos del agua. Aquel problema local obedecía a uno de los componentes de dicha revolución: la expansión acelerada del cultivo del algodón de riego en las zonas áridas del norte de México31, y en múltiples partes del mundo debido a su valor económico.
Por otra parte, en 1881 la Secretaría de Fomento, en representación del ejecutivo de la unión, concedió a Antonio Mier y Celis una concesión por 50 años para el usufructo y la libre explotación de las aguas procedentes del desagüe de la ciudad de México con el fin de que las empleara en el riego de los terrenos, como fuerza motriz —generación de energía hidroeléctrica— o de cualquier otra manera, a cuyo efecto el particular podía hacer, fuera del Distrito Federal, los acueductos, canales y demás obras que fuesen necesarias para el aprovechamiento de dichas aguas. El gobierno de la ciudad de México no deseaba administrar trabajos que requerían un “conocimiento especial”, por lo que celebró ese mismo año un contrato con Antonio Mier y Celis para llevar a cabo la canalización, desagüe y saneamiento de la ciudad; la rectificación de los ríos navegables, y el desagüe de la capital del país. El contrato tuvo que rescindirse porque Mier no logró constituir la sociedad anónima proyectada ni formar el capital necesario.
Asimismo, en 1886 la Junta Directiva de las Obras del Desagüe del Valle de México supo, por medio de la prensa escrita, que la legislatura del estado de Hidalgo había aprobado un contrato celebrado por el ejecutivo de esa entidad con Pablo Chávez para abrir un canal desde el río Tula hasta el valle de Ixmiquilpan. El contrato inquietó a la Junta Directiva porque especificaba: “Luego que entren al río Tula, y por consiguiente al dominio del Estado, las aguas que por el Desagüe del Valle de México ingresen al río de que se trata, se le conceden en ‘propiedad’ al C. Pablo Chávez con el objeto de usarlas en el riego y demás industrias que puedan establecerse”33. La Junta Directiva no sólo consideraba que la asignación de los derechos de uso del agua provenientes del desagüe era su atribución, sino que esperaba obtener un beneficio económico para resarcir los gastos en que incurrían el gobierno federal y el municipio de la ciudad de México, entidades que fondeaban las obras con sus asignaciones presupuestales —derivadas de la recaudación general del país— y no a través de un impuesto específico o local.
Para tener una idea clara de la dimensión del posible aprovechamiento del agua del desagüe en el riego, la Junta Directiva encargó al ingeniero Jesús Manzano un estudio en el que determinó que las aguas del drenaje podían irrigar 77,710 ha, beneficiando a 21 pueblos, 14 barrios, 17 haciendas y 15 ranchos, con un proyecto cuyo costo ascendía a 1,870,000 pesos. El producto mínimo del arrendamiento de las aguas se estimó en $320,000/año. Los vecinos y los gobernantes de los municipios de Actopan, Ixmiquilpan, Mixquiahuala y Tula, en el estado de Hidalgo, solicitaban que se les concediera el uso de las aguas que llegarían al río Tula después de transitar por el túnel de Tequixquiac, ya sea por renta, venta o como mejor conviniese. Para ello, se proponía la prolongación del canal hasta los eriales.
Asimismo, en la capital del país se tenía la percepción de que las aguas que escurrían desde cualquier afluente de la cuenca endorreica le pertenecían de manera “natural”. Así lo confirma el acuerdo del ayuntamiento de la ciudad de México, del 25 de octubre de 1898, mediante el cual solicitó al poder ejecutivo federal —a través del gobernador del Distrito Federal— que le concediera no sólo la concesión para el uso de las aguas de los manantiales de Chalco y Xochimilco, sino su plena propiedad: “… en vez de un permiso para usar las aguas de esos lagos, se le dé un título sobre los manantiales por medio de una enajenación que en su favor haga el gobierno, de esa propiedad nacional [sic], cuyo único destino legítimo es el que le marca la naturaleza de utilizarse en el servicio de la ciudad”. Su argumento era que, bajo el espíritu de la ley sobre vías generales de comunicación del 5 de junio de 1888, “los lagos interiores en caso de ser navegables o flotables formaban parte de las vías generales de comunicación y, en consecuencia, eran propiedad de la nación [sic]”. El rechazo del ejecutivo federal a las peticiones del ayuntamiento de la ciudad de México —mediante la Secretaría de Gobernación— fue contundente: “las aguas de que se trata son de propiedad nacional [sic], y afectas al uso público, y por tanto el gobierno general no puede enajenarlas, y sólo puede conceder y reglamentar el uso público y privado de ellas”. En la redacción de estos oficios afloraba con claridad la confusión entre jurisdicción y propiedad, debida a la comparación poco juiciosa del derecho francés.
La consolidación de las aguas nacionales iniciada por motivos fiscales durante el último periodo presidencial de Antonio López de Santa Anna en 1853 se precipitó con los conflictos de la década de 1880 en el río Nazas; con el agua de los manantiales de Xochimilco que ansiaba la ciudad de México, y con el uso de los volúmenes del desagüe de la ciudad de México en las riberas del río Tula. El afianzamiento de esa noción le permitió al gobierno federal adjudicarse la facultad exclusiva para reglamentar el uso público y privado del agua mediante el otorgamiento de concesiones en 1888 y, después, en 1917, para establecer contribuciones fiscales por su uso e incluso para reglamentar su distribución en una cuenca, a partir de 1945, en el sentido de restringir la dotación anual autorizada para cada concesionario en caso de sequía o de que los volúmenes disponibles fueran insuficientes para satisfacer todas las demandas de agua. El concepto de aguas nacionales se desarrolló durante 64 años hasta convertirse en realidad jurídica con la constitución de 1917.